No hay una única fundación para Buenos Aires: están las de los conquistadores; las fundaciones míticas; pero también están quienes habitaban la tierra sin tener que fundarla, sin suponerla de su propiedad, sin más deseos que vivir allí una vida apacible.
Conocemos, sin embargo, los registros de los conquistadores: las ambiciones personales y secretas de Pedro de Mendoza para embarcarse hacia el Río de la Plata; la codicia de los nobles y los marinos; a la tripulación reclutada entre reos y desclasados; en suma, a las miserias de quienes, más que embarcarse a un mundo nuevo, huían del viejo. Es esa furia, esa violencia la que dominará toda la travesía, la que hará que la colonización sea una conquista, que los intercambios se vuelvan apropiaciones.
Los querandíes –habitantes originales de la Buenos Aires fundada por esos escapados de España– pueden vivir de la tierra, con la tierra, sin necesitar nombrarla, llevan adelante una vida de sosiego sin lujos, de comunión con el entorno y la naturaleza. Ni siquiera ven a los barcos que se acercan como invasores.
Sin embargo, esta fundación se escribe con sangre: los españoles, pacíficos en apariencia, atacan a los pobladores del lugar; Pedro de Mendoza se apropia de la mujer de un capitanejo de la tribu. Con esa historia como metáfora de la violencia de la conquista, que relata coraje de una querandí que no se resigna a ser parte de un séquito invasor, Susana Biset vuelve a fundar Buenos Aires: una ciudad que nace signada por un enfrentamiento irreconciliable entre dos mundos.
Conocemos, sin embargo, los registros de los conquistadores: las ambiciones personales y secretas de Pedro de Mendoza para embarcarse hacia el Río de la Plata; la codicia de los nobles y los marinos; a la tripulación reclutada entre reos y desclasados; en suma, a las miserias de quienes, más que embarcarse a un mundo nuevo, huían del viejo. Es esa furia, esa violencia la que dominará toda la travesía, la que hará que la colonización sea una conquista, que los intercambios se vuelvan apropiaciones.
Los querandíes –habitantes originales de la Buenos Aires fundada por esos escapados de España– pueden vivir de la tierra, con la tierra, sin necesitar nombrarla, llevan adelante una vida de sosiego sin lujos, de comunión con el entorno y la naturaleza. Ni siquiera ven a los barcos que se acercan como invasores.
Sin embargo, esta fundación se escribe con sangre: los españoles, pacíficos en apariencia, atacan a los pobladores del lugar; Pedro de Mendoza se apropia de la mujer de un capitanejo de la tribu. Con esa historia como metáfora de la violencia de la conquista, que relata coraje de una querandí que no se resigna a ser parte de un séquito invasor, Susana Biset vuelve a fundar Buenos Aires: una ciudad que nace signada por un enfrentamiento irreconciliable entre dos mundos.
Y los dioses atropellaron | Susana Biset
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No hay una única fundación para Buenos Aires: están las de los conquistadores; las fundaciones míticas; pero también están quienes habitaban la tierra sin tener que fundarla, sin suponerla de su propiedad, sin más deseos que vivir allí una vida apacible.
Conocemos, sin embargo, los registros de los conquistadores: las ambiciones personales y secretas de Pedro de Mendoza para embarcarse hacia el Río de la Plata; la codicia de los nobles y los marinos; a la tripulación reclutada entre reos y desclasados; en suma, a las miserias de quienes, más que embarcarse a un mundo nuevo, huían del viejo. Es esa furia, esa violencia la que dominará toda la travesía, la que hará que la colonización sea una conquista, que los intercambios se vuelvan apropiaciones.
Los querandíes –habitantes originales de la Buenos Aires fundada por esos escapados de España– pueden vivir de la tierra, con la tierra, sin necesitar nombrarla, llevan adelante una vida de sosiego sin lujos, de comunión con el entorno y la naturaleza. Ni siquiera ven a los barcos que se acercan como invasores.
Sin embargo, esta fundación se escribe con sangre: los españoles, pacíficos en apariencia, atacan a los pobladores del lugar; Pedro de Mendoza se apropia de la mujer de un capitanejo de la tribu. Con esa historia como metáfora de la violencia de la conquista, que relata coraje de una querandí que no se resigna a ser parte de un séquito invasor, Susana Biset vuelve a fundar Buenos Aires: una ciudad que nace signada por un enfrentamiento irreconciliable entre dos mundos.
Conocemos, sin embargo, los registros de los conquistadores: las ambiciones personales y secretas de Pedro de Mendoza para embarcarse hacia el Río de la Plata; la codicia de los nobles y los marinos; a la tripulación reclutada entre reos y desclasados; en suma, a las miserias de quienes, más que embarcarse a un mundo nuevo, huían del viejo. Es esa furia, esa violencia la que dominará toda la travesía, la que hará que la colonización sea una conquista, que los intercambios se vuelvan apropiaciones.
Los querandíes –habitantes originales de la Buenos Aires fundada por esos escapados de España– pueden vivir de la tierra, con la tierra, sin necesitar nombrarla, llevan adelante una vida de sosiego sin lujos, de comunión con el entorno y la naturaleza. Ni siquiera ven a los barcos que se acercan como invasores.
Sin embargo, esta fundación se escribe con sangre: los españoles, pacíficos en apariencia, atacan a los pobladores del lugar; Pedro de Mendoza se apropia de la mujer de un capitanejo de la tribu. Con esa historia como metáfora de la violencia de la conquista, que relata coraje de una querandí que no se resigna a ser parte de un séquito invasor, Susana Biset vuelve a fundar Buenos Aires: una ciudad que nace signada por un enfrentamiento irreconciliable entre dos mundos.
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