Una mujer a la que nadie llamaría “lady”, una mujer destinada a vagar entre los nobles como un fantasma, como alguien invisible, a la que solo se acercan para hablar de ella como de alguna pertenencia lejana y olvidada. Una institutriz no debe mirar al padre del niño al que educa, ni ser adorada por él.
Elizabeth, pese a todo, por un acto de generosidad de la familia para la que su padre oficiaba de mayordomo, ha podido estudiar. Ha podido formarse, aprender, conocer otras cosas del mundo más allá de los cuartos de servicio y cocina por las que trajinaron los suyos trabajando para los condes de Colchester.
La muchacha regresa a esa casa que la vio crecer, vuelve con otras ideas sobre las jerarquías sociales; entonces, todo el lugar le parece inhóspito, incluso cuando le debe gratitud a la familia. El conde actual, lord Vincent, ha enviudado y la ha convocado porque necesita una institutriz para su hijo, una figura materna que guíe al niño. Ella sabe que debe ser invisible, él sabe que Elizabeth es solo alguien más en ese aluvión de personas que trabajan para él. Sin embargo, algo los une, algo los atrae sin remedio.
Ahora que el conde no puede dejar de mirarla, ahora que Elizabeth brilla ante los ojos de él; ahora que Vincent se comporta como un hombre –no como un noble– delante de una mujer, todos los prejuicios, toda la educación recibida se les vuelve en contra, conspira para alejarlos. Queda en ellos, claro, borrar la distancia.